En 1785, Scheele había observado ya, que dejada en contacto con el aire una ligera capa de solución acuosa de agallas, se separaba al cabo de algún tiempo un compuesto cristalino, que solo es un derivado del ácido gálico. Para obtenerlo, Scheele y Braconot aconsejan que una solución acuosa extractiva de nueces de agallas se deje varios días en contacto del aire para que se enmohezca.
En 1793, Dejeux, y dos años después, Séguin, descubren en el tanino un compuesto distinto del ácido gálico, que se encuentra en las nueces de agallas, y Persoz y Pélouse lo estudian con detenimiento.
Entre los numerosos estudios realizados después, es interesante recordar las investigaciones efectuadas a fin de averiguar la causa de enmohecimiento de las tintas.
Para evitarlo, se propuso la adicción de diversos antisépticos; Reid y Bostok, en cambio, propusieron que se dejase enmohecer por completo el extracto de nueces de agallas antes de emplearlo. Con este motivo, Reid observó que el ácido gálico formado era mucho mas apropiado para preparar las tintas que el mismo tanino, del cual procedía.
También en aquella época -principios del siglo XIX- se propusieron muchos sucedáneos de las agallas, pero ninguno reunió tantas ventajas como aquéllas.
Otra cuestión que preocupo mucho fue la fijeza y conservación de los escritos. Numerosas comisiones trataron en Francia, durante los años 1831 a 1837, de encontrar una formula de tinta que presentara las suficientes garantías de fijeza, indispensables en la redacción de documentos importantes.
Para conseguir esto y, además, para evitar posibles fraudes por correcciones o por borraduras, fue propuesto por Gay-Lussac, Dolong, Thenard y Chévreul el uso de la tinta china, previa adición de ácido clorhídrico o acetato de manganeso. Los escritos con esta tinta, una vez expuestos a los vapores de amoniaco, reunían la suficiente garantía de imborrables.