Os presentamos una pequeña obra titulada “La pluma de la verdad” cuya autoría corresponde a Francisco Rivero Mendoza, a quien damos las gracias por la autorización para su publicación en soloplumas, Profesor Titular del Departamento de Matemáticas de la Facultad de Ciencias, Universidad de Los Andes-Mérida, Venezuela, desde 1973 y doctorado en Álgebra por la Universidad Estatal de Luisiana, USA, en 1978.
Este polifacético venezolano de ascendencia española, ya que su padre era natural de Cantabria, además de ejercer su labor docente, tiene publicados artículos y libros de texto sobre matemáticas; le gusta pintar, colgando sus cuadros en varias exposiciones colectivas e individuales y escribir sobre viajes, poesía, cuentos, etc., algunos de los cuales ha publicado en los diarios venezolanos del Estado de Mérida, Frontera, Diario de Los Andes y Despertar Universitario.
En “La pluma de la verdad” aborda de forma directa, según sus propias palabras, la falta de honestidad de los políticos durante sus campañas electorales; es un texto ágil, que se lee de un tirón y donde una pluma estilográfica es la protagonista principal.
"La pluma de la verdad aterrizó súbitamente en el escritorio del Dr. Pepino. Había venido volando en círculos desde la calle. Atravesó la ventana en posición horizontal, y antes de caer en picada, hizo un par de piruetas aeronáuticas muy bien coordinadas. Alguien quizás la lanzó hacia arriba para deshacerse de ella, como casi siempre ocurría, o bien cayó directamente del espacio. Era increíble ver como la gente la despreciaba, después de usarla y aprovecharse de sus encantos. Merecía un mejor trato pues, la pluma de la verdad era bonita, siempre estaba cargada de tinta y además lucía mucho por sus enchapes de oro y platino. Una vez hubo un concurso de plumas y ella obtuvo el primer premio. Escribió en 24 tipos de letras diferentes, hizo unas sumas muy largas, sacó raíces cuadradas. Tan solo cometió un par de errores ortográficos, traduciendo unos versos del Corán al idioma egipcio. Era una pluma tan perfecta, que solo escribía la verdad. Cuando alguien la usaba para escribir mentiras, entonces las palabras falsas se iban borrando poco a poco hasta desaparecer por completo. Esto quizás fue su perdición, pues la pluma vivía cambiando de dueño casi a diario. Había pertenecido a un vendedor de paraguas del desierto a quien le gustaba escribir cartas de amor a sus amigas. Luego pasó a manos de un bodeguero inescrupuloso que forjaba las cuentas de sus clientes durante las noches largas. Conoció estudiantes, curas, agricultores, barberos y toda laya de vendedores, científicos y doctores, en su largo trajinar por el mundo de los escribientes. Pero este no es el cuento de la pluma solamente. También es el cuento del Dr. Pepino y por lo tanto hay que decir algunas cosas sobre él.
La pluma aterrizó súbitamente sobre el escritorio del Dr. Pepino, como ya dijimos, y esto hizo que el doctor se alegrara mucho. El era un hombre muy habilidoso que aspiraba a ser director del colegio Tridentino. El colegio era una vetusta institución medieval enclavada en una ciudad moderna, que recibía un presupuesto muy abultado por parte del Estado. El Dr. Pepino había ocupado todos los cargos en el colegio y solo le faltaba ser director. Primero fue estudiante, luego profesor, jefe de cátedra, decano, coordinador, administrador, vocal, suplente, secretario, vicedirector, vice vicedirector, etc. Cuando la pluma cayó en sus manos pensó que era una buena señal para poder alcanzar el cargo de director y así poder sentarse en la gran silla roja. También la pluma tuvo motivos para sentirse bien con su nuevo dueño. Ahora descansaba todo el día en su espacioso escritorio, en medio del silencio académico de una oficina iluminada por unos altos ventanales que daban hacia la plaza. Allí, rodeada de finos almanaques, portarretratos familiares y hasta un sacapuntas eléctrico del candidato a director, meditaba sobre su pasado tan interesante e inclusive llegó a pasar por su mente la idea de escribir un libro sobre su vida. Sería el primer libro escrito por una pluma verdadera.
El Dr. Pepino casi nunca usaba las plumas en los largos periodos inter comiciales que duraban cuatro años. En realidad él escribía muy poco. Dedicaba gran parte del tiempo a tareas administrativas, asistía a los largos actos impuestos por el férreo protocolo de la institución y a las reuniones semanales del consejo de profesores, donde se discutían durante horas y horas los asuntos más menudos como la escogencia del color de alguna nueva alfombra para una oficina de relaciones interinstitucionales con el bloque de países sub-saharianos. La pluma acompañaba al doctor a todos los actos. Allí asomada al bolsillo de la camisa, como una dama en un balcón, contemplaba las hermosas flores de la plaza, las caras muy serias de las beatas en las misas, las caras tristes de los deudos en los entierros y las otras muy alegres de jóvenes bachilleres que pedían favores para poder sobrevivir en la ciudad. La prepotencia llegó a apoderarse de ella y veía con cierto desdén los azules bolígrafos kilométricos, casi sin tinta, de los pobres profesores. Pero su luna de miel iba a durar muy poco.
Un día el Dr. Pepino decidió ponerse a escribir lo que sería su manifiesto de campaña, para sus aspiraciones electorales al cargo de director. Colocó una resma de papel sobre el escritorio, tomó la pluma de la verdad entre su mano derecha y comenzó a escribir. Llenó cuartillas y más cuartillas durante horas y horas. La pluma sudaba y decía para sus adentros ¿Qué le está pasando a mi dueño?, ¿Por qué me hace trabajar tanto?
Mientras tanto el rostro insensible del Dr. Pepino se iluminaba de alegría, por la felicidad que le producía el ver lo bien que iba quedando su manifiesto. Las palabras salían de la pluma como en una avalancha de negra tinta que recorría indetenible un campo blanco infinito, llenando hoja tras hoja sin cesar. Se imaginaba sentado en la gran silla roja dando órdenes. Su mente era un hervidero de ideas. Era, sin duda un gran escritor de manifiestos. Aunque vivía inmerso en un mundo medieval de costumbres y códigos, mantenido celosamente durante generaciones por los honorables profesores del vetusto colegio, y se desempeñaba como un funcionario de la real audiencia de Quito, sus ideas eran progresistas, postmodernas y de lo más avanzadas.
El primer tomo de su manifiesto comenzaba así: Quiero ser director para lograr la transformación profunda de la institución, convertirla en epicentro generador de nuevas ideas innovadoras y adaptarla a las nuevas realidades del nuevo milenio, de una sociedad moderna, globalizada e interdependiente a tono con el espíritu democrático en el marco de una sana administración…
El segundo tomo decía lo siguiente: Quiero ser director para dar más oportunidades a los estudiantes, empleados obreros y profesores jubilados y brindar oportunidades justas a los jóvenes más apartados del estado que han estado excluidos por siglos de esta venerable institución…
El tercer tomo decía así: Quiero ser director para conducir los destinos de este real colegio aun a costa del sacrificio de abandonar mis actividades académicas por enlodar mis pies en las charcas pantanosas de la política…
En aquel documento se anunciaban muchos cambios y la palabra “nuevo” era usada con bastante frecuencia. También abundaban las frases hechas, prestadas y heredadas de los anteriores directores, incomprensibles para la mayoría del vulgo, pero que hacían vibrar de emoción el corazón de los doctos educadores en todos los actos públicos, como esta “Cuadrados enroscados son ladrillos opacados” o bien esta otra “La endemia de la excelencia es a la transversalidad de la Academia, como la ciencia a los paradigmas de la entelequia”.
Después de terminar su manifiesto, el Dr. Pepino se fue a la cama muy cansado. Al día siguiente se levanto temprano, se vistió con su mejor traje y se dirigió a la plaza donde iba a leer en acto público su manifiesto, ante el claustro. Era una mañana muy luminosa. La gente se agrupaba en la plaza esperando por el discurso del candidato, bajo un sol radiante que hacía relucir los colores de la corbata del Dr. Pepino. Todos sonreían, menos la pluma de la verdad que lanzaba una mirada muy fría, por encima de las cabezas de la multitud.
El Dr. Pepino se secó la frente con su pañuelo, se ajustó los lentes, acomodó las cientos de hojas en el atril y empezó a leer. Pero sus ojos no pudieron ver nada, a excepción de la blancura de las hojas y una frase que se repetía una y otra vez:
Quiero ser director…
Quiero ser director…
Quiero ser director…"